lunes, 24 de octubre de 2011

Un último amanecer.

Las briznas de hierba tomaban sus dedos, acariciándolos, abrazándolos, con sutiles movimientos llegados gracias a los suaves vientos. La débil figura en esa oscuridad se arropó en el tronco de ese árbol, que dulce, como una madre protectora, tomaba su cuerpo entre sus ramas, entre sus hojas, que salpicadas del leve resplandor de la luna se impregnaban del rocío que hacia prever que la mañana se acercaba, a ese negro fondo de oscuridad.

Una mirada, una única mirada hacia las aguas que se extendían ante ella bastó para que pudiese ver, entre la disputas de las sutiles olas, el ya débil resplandor de la luna en ellas. Entonces un suspiro rasgo el viento, el silencio. Sus manos tomaron esas briznas de hierba, ahogándolas entre sus débiles dedos, haciéndoles expirar sus vidas al ser arrancadas con extremo cuidado, con intenso dolor. El viento sopló, con gran sutileza haciendo que un éxtasis de sonidos cobrasen vida entre su larga melena rubia, que en rizos, cubría su rostro. El dorado refulgente de su cabello confundía a los silbidos, perdía en un laberinto de inalcanzable salida a los susurros atraídos a ella, mas este laberinto rompió sus paredes cuando su suave mano removió sus rizos, trasladando a los murmullos del aire hacia una inmensidad, y en ese momento, se sintieron solos, perdidos donde siempre estuvieron.

 Un temblor, la caricia convertida en temblor, los dedos arrancando una lucha contra la serenidad, la firmeza y la frialdad. Buscan el rostro, aquel rostro regado por lágrimas que la luna encarga de tornar a leves gotas de plata que se congelan en hirientes cristales al caer. Con una leve inclinación de su rostro su cabello cae sobre uno de sus hombros dejando a la vista el puro e inocente semblante al reflejo de la luna, la cual, maravillada, lucha por atraparla, envolverla entre sus rayos de plata, acogiéndola en su dolor. El verde de las campiñas y los bosques halló una argéntea mirada y en ella encontró consuelo, una ternura interminable, que sin remedio se deshacía en la lejanía a la vez que luchaba por aproximarse a ella, tomarla entre sus brazos, compartir el sufrimiento, entenderla. Esa sutil luz inundada en plata se palideció hasta terminar por desvanecerse dejando que las últimas miradas de la luna se entremezclasen con los dorados reflejos del sol, que anunciaba su llegada a un día sombrío, y en ese momento la luna lloró, y regó los campos con su luz, con su lamento, antes de desaparecer de la mirada verde que la contemplaba. 

El sol asomó en el horizonte mientras sus primeros rayos se confundían entre plata y oro. La mirada de ella se dirigió hacia el astro, que grande anunciaba la hegemonía del cielo por unas horas. Sin más demora cerró sus ojos verdes, dando el mayor castigo posible al sol, la ausencia de su mirada, la ausencia de su vida, en su último amanecer.  

¿Qué sentido tiene correr cuando estamos en la carretera equivocada?

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